En pocos países y culturas es posible encontrar la coexistencia de nociones estéticas tan dispares entre sí como en Japón. El acendrado refinamiento (expresado en pequeñez, liviandad y mutabilidad) de algunas costumbres —pienso en el Chanoyu o ceremonia del té— tradiciones —digamos Ikebana o Bonsai— y artes — digamos teatro Noh o el más moderno y popular Kabuki— todas ellas japonesas, coexisten de manera inexplicable y armoniosa (para nosotros occidentales) con otras manifestaciones en las que la desmesura, la grandilocuencia y hasta el gore son los elementos rectores de esas particulares concepciones de lo estético.
En esta última categoría encaja el binomio manga/anime el cual, me atrevo a decir, constituye quizá la manifestación de cultura popular japonesa más extensa y conocida en el mundo actual. En este aspecto la popularización del manga, primero, y su pariente animado el anime (disculpando la cacofonía) después, guarda un asombroso paralelismo en términos de su dinámica de expansión, con el correspondiente proceso del jazz norteamericano. Es necesario recordar que, como producto comercial, el manga tal como se conoce debe mucho al comic norteamericano, el cual fue introducido en Japón durante la ocupación de posguerra en la última mitad de los 40’s del siglo pasado, aunque como creación cultural data del último cuarto del siglo XIX. Sin embargo y pese a todas las similitudes que pudiesen establecerse entre ambas formas, debe aceptarse que mientras que el comic subsiste —excepto señaladas excepciones en Europa, EEUU y en menor grado en Latinoamérica— como mero producto de entretenimiento (aunque con un mercado de alto valor), el manga, al menos en Japón, guarda una estatura de producto cultural que lo diferencia significativamente de su pariente norteamericano, aunque en términos de mercado es igualmente importante.
Por ello, cuando Argentina me invitó a ser parte de esta presentación, aparte de pedirle la novela para leerla, comencé a imaginar qué podría ser “una novela manga”. Como cualquier nacido en la década de los 60’s (sobre todo a principios de ésta) crecí leyendo comics y viendo por televisión dibujos animados de factura norteamericana y, eventualmente, anime japonés, aunque por entonces sólo se conocían como “caricaturas japonesas” y eran fácilmente identificables por el peculiar estilo gráfico de sus personajes en el que destacaban —y aún lo hacen— unos ojos que, según la ocasión, podían contener todo el odio, las lágrimas o las mariposas del mundo.
Por otra parte, soy lector desde que puedo recordar que aprendí a descifrar el alfabeto, pero ni mis experiencias como fan del comic y la animación, ni la de lector propiamente dicho, me facilitaban la comprensión de lo que “una novela manga” podría ser. En la primera sesión de lectura, que tuvo lugar la mañana siguiente de haber recibido el libro, muy temprano, en esos momentos en los que uno desearía haber sido beneficiario del Melate o hijo de Bill Gates y antes de que la realidad me reclamara hacia el trabajo, llegué a la página 80, es decir, al principio de la parte II.
En la segunda sesión concluí la lectura y me alarmé. ¡Seguía sin saber si había leído “una novela manga”! Entonces me vi forzado a hacer algo que detesto: pensar. Recapitulando me di cuenta de que Sho-shan y la Dama Oscura, es una novela cuya característica más notoria es su ligereza, tanto a nivel de su estructura como de su lenguaje. Y cuando digo ligereza no trato de decir “Light” en el sentido de algo falto de sustancia, nada de eso, más bien lo empleo en el mismo sentido en que Calvino se refería a la levedad como una de las cualidades necesarias en toda obra literaria para este milenio que ya no es el próximo sino el presente.
Y es aquí donde mi confusión adquirió niveles de pánico pues el manejo del lenguaje y el depurado ambiente de la narración, me hacían pensar más en grabados ukiyo-e, valga decir Utamaro o Moronobu, que en mangakas como Tezuka, Hasegawa o Toriyama. Para mi mayor desconsuelo, recordé que sí hay elementos e imágenes decididamente manga en la novela: la aparición de Arigato sensei, la identificación de Cho en Lu como personaje manga, pero sobre todo la transformación de Dama en una especie de Motra fabulosa y justiciera, con lo cual, confieso sin la menor vergüenza, ya no sabía ni dónde estaba parado.
Ello me condujo a una segunda lectura de Sho-shan que fue, por lo menos, tan rápida como la primera (con lo cual corroboré la impresión de ligereza inicial) y que únicamente acentuó mi percepción de la cualidad de imágenes flotantes (ukiyo-e) que envuelve toda la obra. Como en el manga, más que en el anime, Sho-shan lleva implícito en el comportamiento de su personaje central: Dama/Dagmar/Danae, que no Violeta/Murasaki, la impronta de los elevados principios de moral que caracterizan a la sociedad japonesa desde el siglo VI d.C: Honor personal (herencia directa del Bushido samurai), Sobriedad y Moderación en el actuar (el concepto de Shibumi, que la semántica castellana no alcanza a traducir satisfactoriamente) y Entereza de carácter.
Como en el anime, el ritmo narrativo de Sho-shan es vertiginoso, tanto por la propia estructura como por lo ceñido del lenguaje. La novela inicia con una exposición in medias res que da paso a una retrospectiva apoyada en el diario de la narradora: Violeta Monsalve/Murasaki Fujita, a partir del cual se desenvuelve el argumento. En la mejor tradición manga, Sho-shan es acción continua, algo particularmente meritorio en una narración en primera persona en la que, por otra parte, los elementos ambientales y de entorno son presentados con tanta sutileza que, con frecuencia, el lector se pregunta si los ha leído en realidad o son producto de la poderosa carga sugestiva de la narración.
Sho-shan, en mi opinión, es una novela estructuralmente concebida como manga/anime de los siglos XX-XXI, pero cuya realización la emparenta más con el grabado japonés de los siglos XVIII y XIX. No hay el menor asomo de anacronía en ello, quiero aclarar, pues el parentesco se da exclusivamente en términos de los elementos estéticos comunes en ambas manifestaciones. Esta dualidad, desde mi punto de vista, sólo la hace más interesante y atractiva.
En el título de este texto que, me temo comienza a provocar bostezos, mencioné a Borges (escritor argentino muy famoso, sobre todo por ser el favorito de un expresidente de México) y hay una razón precisa parar ello: En la literatura hispanoamericana, pocos autores han ficcionado de manera tan verosímil la realidad. Fundir ficción y realidad no es un recurso literario precisamente nuevo, pero hacerlo de manera estética y lograda es algo muy distinto. Las complicadas ficciones de Borges solían basarse en su asombrosa erudición y, desde luego, en un prodigio de imaginación que, además, era capaz de expresarse en unos de los castellanos más perfectos que yo recuerde haber leído jamás.
La creación de un soporte de verosimilitud para la narración en Sho-shan se presenta alrededor del mundo del manga/anime actual, y del que Violeta/Murasaki es parte activa. En este sentido la utilización de Google y Wikipedia, se corresponden con The Anglo-American Cyclopaedia en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, del propio Borges o el Al-Azif de Alhazred, en los cuentos de Lovecraft.
Resumiendo: Ignoro hasta el momento si al leer Sho-shan, leí una novela manga. Como he tratado de mostrar, en lo personal, pienso que es una novela cuyos fundamentos estéticos —de lo japonés— preexisten al manga, y añadiría que es una novela bien escrita, lo cual no es poco, como bien sabe cualquier persona que habite la República de las Letras. Es una obra que, más allá de la evidente admiración que la autora siente por la cultura japonesa, y más allá del éxito comercial que ya parece tener en el mercado editorial de nuestro país (logró su primera reimpresión a sólo dos meses de su edición inicial), ofrece una visión de Japón desde México sin pasar por las historias de familias inmigrantes y demás tópicos que, aun cuando valiosos en su momento, en el presente padecen el desgaste propio de todo lo excesivamente manido.
Los invito pues, a adentrarse en esta aventura literaria que desde los desiertos del norte de México nos traslada a los bosques montañosos de Nihon a través de una historia con toda la actualidad que los lectores jóvenes puedan desear y toda la sensibilidad que lectores menos jóvenes pueden apreciar. A Evelina y Argentina sólo puedo decirles: Gochisōsama, a todos Uds: Yoku Irasshaimashita……Arigato Gozaimasu.